Al señor Ross le gustaba mucho su tienda de antigüedades, es más, creía que las mismas cosas que estaban allí cobraban vida. Resultaba gracioso, pues siempre creyó que todo lo que había en su tienda tenía vida propia y podría conversar con ellos al estilo de la película “La Bella y La Bestia” de Disney.
Tazas, relojes, candelabros, mesas y demás artículos antiguos estaban rebosando en la enorme tienda que administraba el señor Ross desde hace ya 4 años en que decidió jubilarse de su trabajo como operador de trenes de vapor. Vivía felizmente retirado del trabajo y su pensión lo sostenía a la perfección, aquella tienda era solo un pasatiempo para no estar siempre sin hacer nada, su esposa lo ayudaba con las cuentas en casa pues prefería quedarse en el calor de hogar mientras el señor Ross trabajaba de lunes a viernes de 10 de la mañana a 4 de la tarde.
Los tesoros que tenía en aquella tienda eran objeto de muchas ofertas de coleccionistas, la mayoría gente mayor y uno que otro joven gustoso de los muebles de época, le iba bastante bien, la tienda el dejaba para darse muchos gustos y lujos. Pero había algo que siempre atesoró mas que nada, un objeto que se ser posible no vendería pues significaba mucho para el: Un estante de muñecas. Si, muñecas de porcelana de todas las formas y tamaños, con vestidos rojos, azules, verdes y rosas. Peinadas a la perfección con dos colitas, cabellos suelto o con una coleta de caballo. Algunas de ellas eran bastante antiguas, pero el señor Ross siempre las mantenía en buen estado para el deleite de los clientes. Deliberadamente había puesto un precio alto al estante que tenía mas de 100 muñecas para que nadie se lo llevara y se negaba a vender las muñecas por separado, si querían una muñeca, debían llevarse a sus hermanas también sin dejar ni una sola atrás. En vano los clientes le regateaban pues se mantenía firme en que debían llevarse todo el paquete, esas muñecas eran su tesoro y debían ser vendidas a quien las cuidara como el, como sus hijas.
El tiempo pasaba y el estante seguía en su lugar, y como cada día el señor Ross sacudía con esmero el estante y limpiaba a las muñecas. Fue uno de esos días que un trío de rufianes que habían llegado al pueblo a cometer sus fechorías, se fijaron en la tienda de antigüedades, había cosas que valían por lo menos 500 dineros o más. Para ellos resultaba un negocio atractivo. Miraron por la ventana y pudieron observar al anciano limpiando una de las muñecas del estante.
-¿Qué tal esta tienda compañeros?- pregunto Lauro el líder la pandilla.
-Creo que podemos sacar un buen dinero de aquí.- secundó Hugo.
-Sin duda podemos sacar buena pasta de todo ese montón de polvo- terminó Julio el mas joven de todos.
-¿Qué dicen? ¿Entramos ahora?- preguntó Lauro a sus colegas, ellos lo pensaron por un rato y después Hugo le contestó:
-Mejor que esperemos a la noche que no haya nadie, el anciano puede significar un problema.-
Los otros dos rieron a carcajadas.
-¿Le temes a un pobre ancianito? Si que eres patético.- se burló sonoramente Julio de su compañero.
-No es que le tema, es que no sabemos si guarda algún arma en su saco y nosotros no tenemos mas que unas palancas. No pienso arriesgarme tampoco a cometer nuestras acciones en plena luz del día- finalizó firme.
-De acuerdo, es probable que tengas razón. Mejor que esperemos a la noche, mientras tanto bebamos algunas cervezas- dijo Lauro mientras se alejaba de la tienda. En el acto sus compinches lo siguieron a la taberna que se encontraba a dos cuadras de la tienda del señor Ross.
Mientras tanto, el anciano ni siquiera se dio cuenta que estaba siendo espiado por ese trío de rufianes, estaba tan absorto en su trabajo puliendo una de sus muñecas que no prestó atención a lo que estaba sucediendo fuera de la tienda, así se quedó hasta que sonó la campanilla de la puerta de entrada y un cliente preguntó por unas mesas de madera de roble que tenía cerca de la puerta. El señor Ross dejó lo que estaba haciendo y con su característica amabilidad y sonrisa se dispuso a atender al cliente…
El reloj tocó las 4 y el señor Ross se dispuso a cerrar la tienda, empacó sus cosas, tomó su abrigo y su sombrero y salió de la tienda cerrando la puerta tras de sí con llave. Después de dar una ultima ojeada a su adorada tienda, se fue calle abajo hacía su casa…
En la taberna, los tres ladrones estaban bebiendo cerveza cuando por la ventana vieron que se hacía oscuro, la hora se aproximaba.
-Bien chicos, me retiro a dormir un poco, despiértenme a la medianoche para hacer el trabajo.- ordenó Lauro mientras se levantaba de la mesa y se iba a su cuarto a dormir un poco.
A la hora pactada, sus compañeros lo despertaron ya con las palancas listas para asaltar la tienda.
-Es hora Lauro.- le dijo Hugo mientras le daba su palanca.
-Muy bien muchachos, vamos a divertirnos.- respondió poniéndose de pie y saliendo de la taberna con grandes pasos.
Las obscuras y solitarias calles daban un espectáculo por demás lúgubre, el silencio era absoluto, solo los grillos hacían que el sonido fuera penetrado, los pasos de los malandros retumbaban en sus oídos mientras avanzaban a la tienda de antigüedades. Después de caminar el trecho que separaba la taberna de la tienda, se pusieron frente a la puerta y Lauro la forzó con su palanca, encendieron sus linternas y entraron en el recinto.
Dentro se toparon con muchos muebles antiguos que sería lógicamente imposible cargarlos en los costales que llevaban, buscaban joyas, lámparas pequeñas u objetos que pudieran vender para su propio beneficio, comenzaron a saquear las vitrinas de la tienda rompiéndolas y poniendo en sus costales anillos, relojes y demás joyas de uso personal. Además de lámparas laqueadas, finos candelabros de oro, y vajillas de platas que lucían en trinchadores pegados en las paredes del fondo.
En su sucia tarea estaban los tres ladrones, cuando de pronto Julio escuchó una pequeña risita a sus espaldas, sobresaltado se giró sobre sus talones y alumbró hacía donde creyó escuchar el sonido, lo que se encontró hizo que un terrible escalofrío recorriera su espalda, se topó con el estante de muñecas del señor Ross, el solo hecho de mirarlas le resultaba totalmente inquietante, primero por las miradas de las muñecas que parecían verlo a el y segundo por la cantidad de pequeños cuerpos de plástico que rebozaban en la estantería. Dejó el saco en el suelo y se acercó lentamente al estante, moría de miedo por la imagen que tenía frente de sí, pero al mismo tiempo sentía una gran curiosidad por ver toda esa magnífica colección de muñecas que tenía frente a él. Al estar cerca, alumbró las caritas de las muñecas y no pudo evitar clavarles la mirada, eran fascinantes pero algo le producía inquietud, algo que estaba allí pero que no podía ver.
De repente volvió a escuchar la pequeña risa, esta vez a su lado derecho, y cuando dirigió el haz de la linterna a su diestra, ahogó un grito…
-¿Qué jodidos ha sido eso?.- dijo Hugo al escuchar un sonido sordo que venía del fondo de la tienda.
-Seguramente es el idiota de Julio, ya sabes que es bien torpe con las cosas que roba, si nos descubren un día será por su culpa, no lo dudes ni un momento Hugo.- respondió Lauro despectivo.
Continuaron con su asquerosa labor, cuando tuvieron los sacos llenos de antigüedades, se dispusieron a salir sigilosamente de la tienda. Tomaron sus respectivos bultos y sus respectivas linternas disponiéndose a salir, cuando notaron que faltaba el tercer compañero, Julio.
-¿Dónde carajos se metió esa rata?.- preguntó impaciente Lauro –Ya hace mas de una hora que debía estar aquí reunido con nosotros con sus trebejos-
-Seguro que el idiota se ha de haber entretenido con alguna sandez, mejor que vayamos a buscarlo.- dijo Hugo caminando hacia el fondo de la tienda.
Sin decir nada Lauro lo siguió alumbrando el camino con sus linternas. Pasaron por los montones de trebejos que dejaron regados por el piso en busca de artículos de valor, hasta que por fin llegaron a donde se supone estaría su compañero llenando su saco.
-Oye, Julio- lo llamó Hugo. –Es hora de irnos-. Pero no obtuvo respuesta, el silencio era lo único que imperaba en la oscura tienda.
-¡Oye rata miserable! ¡Deja de jugar al escondite y larguémonos de una puta vez!.- gritó Lauro buscando a su compañero. Pero solo obtuvo silencio como respuesta.
Alumbraban por todos lados sin encontrar a su amigo, cuando oyeron una risita en la negrura, sorprendidos alumbraron a todos lados sin tener éxito en hallar a Julio hasta que Hugo apuntó su luz al suelo y allí vieron el cuerpo de su amigo semi escondido debajo de una escritorio antiguo.
-¡¡PERO QUE JODIDOS PASÓ!!.- Vociferó Lauro corriendo a ver a Julio inconsciente. Mientras a su espalda estaba Hugo tratando de dar con lo que hubiera atacado a Julio. Estaban tan ocupados en sus pensamientos cuando de pronto ambos se quedaron quietos al escuchar un nuevo ruido. Esta vez venía de la entrada de la tienda. Contuvieron la respiración y esperaron encontrarse con un policía o el dueño de la tienda a quien sin duda atacarían sin pensarlo. Pero no pasó nada, el silencio reinó de nuevo…
-¡¡FUERA!!- Se escuchó una voz chillona a sus espaldas. Ambos se sobresaltaron pensando en que era un vigilante o algo parecido pero solo se toparon con el estante de muñecas.
-¡¡HEMOS DICHO FUERA!!.- Repitieron varias vocecillas en coro. Los rufianes no daban crédito a lo que oían.
-¡¡LARGO!! ¡¡LARGO DE AQUÍ MALEANTES!!.- Resonó una voz mas aguda que las otras, por un momento creyeron estar alucinando por la adrenalina de ver a Julio en el piso pero de un momento a otro todo cambió.
El estante de muñecas comenzó a temblar y de él comenzaron a saltar los pequeños cuerpos de plástico hacia ellos.
-¡¡QUE CARAJOS ES ESTO!!.- Vociferaba histérico Lauro mientras los cuerpecitos de las muñecas se subían por su cuerpo y lo mordían y jalaban su cabello.
Hugo no se quedó quieto y soltaba patadas y puñetazos a las muñecas que tratab de subirse a su cuerpo, bracitos y piecitos salían volando por todas partes pero simplemente el número de muñecas no disminuía, y por mas que lo intentaba sentía como aquellas manos de plástico le hacían mucho daño.
-¡¡¿QUE DEMONIOS PASA?!! ¡¡¿QUE CLASE DE MALDITA BRUJERÍA ES ESTA??!!.- Gritaba histérico Hugo sintiendo todo el daño que le hacían.
-NO SE SALDRÁN CON LA SUYA MALEANTES. DEFENDEREMOS LA CASA DE PADRE.- Decian las muñecas mientras tiraban del cabello de Lauro.
En el suelo y con muchas muñecas encima los dos ladrones luchaban por zafarse de aquella abominable situación, sus corazones latían con fuerza y sus gritos eran ahogados por las manos de plástico que se metían por todos lados.
-¡¡NO DEJENME!! ¡¡LARGUENSE!!.- Lauro luchaba por librarse de ellas pero las muñecas eran cada vez mas encima de el.
-¡¡¡PAGARAN CARA SU OSADÍA, RUFIANES!!!.- Les gritó la muñeca mas grande del estante. –ES HORA QUE PAGUEN HERMANAS.- Sentenció.
Los gritos de Hugo y Lauro poco a poco se fueron apagando en medio de la oscuridad…
Cuando el señor Ross llegó a su tienda, se encontró con el cuerpo de policía que levantaba evidencias del lugar, extrañado se quietó el sombrero y caminó a la puerta de la tienda. Un policía lo detuvo cuando iba a entrar.
-Señor, no puede pasar.- le dijo.
-Soy el dueño de la tienda oficial, ¿Qué ha pasado?.- preguntó amablemente el señor Ross.
El policía llamó a su jefe y al encuentro del señor Ross llegó el que parecía ser el encargado de la investigación.
-Buenos días señor, usted debe ser el inspector, soy el señor Ross, dueño de la tienda.- le dijo estrechando su mano.
-Buenos días señor, mi nombre es Manuel Bocanegra, soy el inspector encargado del caso en su tienda. Por favor venga conmigo.- le indicó el hombre al Señor Ross.
El simplemente entró a la tienda detrás del inspector.
-Verá señor Ross, anoche un trío de ladrones entraron a robar a su tienda, pero al parecer no se llevaron absolutamente nada, encontramos tres sacos llenos de objetos de valor.- explico Bocanegra.
-¿Huyeron los ladrones?.- preguntó el anciano un poco asustado.
-No señor Ross, los ladrones murieron dentro de su tienda- contestó serio el inspector.
-Murieron, dice.- preguntó sorprendido Ross.
-Exactamente señor. Al parecer sufrieron los tres un ataque al corazón, aunque el más joven de ellos presente un golpe severo en la cabeza, en la parte posterior. ¿Tiene usted velador?.-
-No señor, mi tienda está sola por las noches.-
-Pues algún buen samaritano le hizo el favor de proteger su tienda de ser robada. Lo que no nos explicamos es que fue lo que asustó tanto a los otros dos para que murieran de un infarto.-
El señor Ross se encogió en hombros. –Bueno, es algún enigma que jamás podremos resolver.-
El agente lo miró extrañado, pero no lo tomó demasiado en serio.
-Muy bien señor Ross, lo dejó para que recorra su tienda y verifique que no falte nada, mientras nosotros nos ocuparemos de los cuerpos y levantar el acta correspondiente.- le dijo el Inspector al tiempo que le estrechaba la mano. El señor Ross asintió y dejó que el inspector se marchara.
Con mirada de nostalgia recorrió el lugar en busca de daños en su tienda, pero salvo el desorden que los maleantes habían hecho no encontró nada extraño. Recorrió cada uno de los rincones de su tienda sin encontrar nada anormal. Dejo para el último el lugar del fondo de la tienda, donde estaba el estante de sus muñecas. Todas estaban allí, en su lugar tal y como las había dejado… excepto una, la más grande de todas. El señor Ross se acercó y la tomó con cuidado del piso. Sus ojos se posaron en los de la muñeca, la miró un rato con ternura mientras una traviesa lágrima resbalaba por la arrugada mejilla del anciano y después de limpiar el polvo que cubría una parte de su vestido rojo le susurró al oído:
-Muchas gracias pequeña.- y la dejó en el estante junto a sus hermanas.
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