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La materia oscura, una épica sobre la libertad que hay en el amor

Tanto la BBC como HBO, consolidadas y como las grandes fábricas de fantasía y dramones para cine y tv eran, de lejos, las únicas productoras que se podían permitir esta encomienda a los ojos de los fanáticos.

Las cosas como son: era una tarea prácticamente imposible de realizar. La obra maestra de Philip Pullman es de una complejidad mitológica y narrativa tan elevada que apostar nuevamente por ella -luego del fracaso que representó su primera versión para pantallas allá por el 2007, uno ajeno a su mérito cinematográfico, hay que decir, y que incluso provocó la reestructuración de la NLC- sonaba a locura. Eso sí, tanto la BBC como HBO, consolidadas y como las grandes fábricas de fantasía y dramones para cine y tv (Doctor Who y El Señor de los Anillos, por mencionar algo) a los dos lados del charco, eran, de lejos, las únicas productoras que se podían permitir esta encomienda a los ojos de los fanáticos. Por lo que nos tranquilizamos un poco cuando anunciaron dicha intención en 2015. Pero, aun así, el proyecto en cuestión tenía sus detractores tanto como sus convencidos.


Todos con la expectativa a flor de piel. Y es que ya sea por los temas que trata y las críticas que hace o por las tramas que une y la reflexión que sugiere, La Materia Oscura es un parteaguas literario cuando se habla de fantasía en su más alto estado, esa que se esconde en historias con tintes infantiles, pero que en realidad cala en puntos profundos y sensibles de los adultos y que hace tanta falta hoy en día -perdón, Netflix, pero es la verdad- en la educación literaria y cinematográfica de las nuevas generaciones.


Y así, unos años más tarde, vimos por fin a Lyra Belacqua, encarnada en la piel de Dafne

Keen (Logan), correr por los tejados del Jordan de su mundo, imaginando que viajaba al

norte, sin saber que no pasaría mucho para que dicho viaje no solo sucediera, sino que

también le cambiara la vida. La primera temporada, basada en Las Luces del Norte (1995), aunque con un ritmo medio a tropezones y con algunas licencias argumentales que de primer momento no supimos entender del todo, consiguió su objetivo: enganchó al publico que la esperaba y convenció a sus objetores de seguir la aventura con esta nueva óptica, más madura estética y narrativamente. Un gran reparto -la decisión de contratar a Ruth Wilson (Jane Eyre; The Affair, Luther) ha sido, de lejos, la mejor tomada en toda la franquicia-, un impecable trabajo de producción y decisiones atinadas con respecto a la manera de delinear los puntos más polémicos que ya una vez hundieron la nave -en un momento donde pueden hablarse con mayor liberad, por supuesto, temas como la espiritualidad versus la religiosidad o la posibilidad de que los determinismos ideológicos sean erradicados de raíz, por ejemplo-, son solo algunos de los aciertos de esta primer gran etapa que tanto nos hizo fantasear con las posibilidades prometidas para el futuro de la serie.



La segunda, que recuperaba los eventos de La Daga (1997), deslumbró con su aparato visual desde el primer momento. Y no es que el reparto o el guion se quedara atrás, ni mucho menos. El asunto es que, desde el final de la primera novela, que ya teníamos cuando menos vista en dos oportunidades concretas, la travesía se va complejizando más y más y no habíamos tenido oportunidad de vivirla tal cual a cuadro. Todos queríamos ver La Ciudad de los Ángeles, a los espectros, cómo se cortan los mundos, a los seres, los elementos, los lugares que poco a poco van definiendo los bandos y las intenciones de una historia todo menos inocente. Aquí pudimos apreciar por fin y con más detenimiento a los personajes complementarios y sus hilos, todos tan bien logrados, y que quizá por el embelesamiento con Keen no terminamos de considerar en los primeros ocho capítulos, sorprendiéndonos con la carismática actuación y química en pantalla de Lin-Manuel Miranda (Hamilton) y Andrew Scott (Lennon Naked), el aeronauta y el chaman, con Simone Kirby (Jimmy´s Hall) en su fantástico papel de la serpiente que tienta a Eva o la tensión que podía cortarse con un cuchillo entre Ariyon Bakare (Doctors) y la fantástica Marisa Coulter de Ruth Wilson. La nueva entrega nos metió de lleno en el mundo de los mundos de Lyra y -ahora- Will, interpretado por Amir Wilson (The Letter for the King), y su viaje entre conspiraciones y profecías.


También nos acercó más a la intención primera del Pullman, provocando la reflexión acerca del sometimiento, el libre albedrío, la rebelión o el papel de la mujer en la fe. Así, aun cuando fue la etapa menos aplaudida y la más corta, resultó ser el puente idóneo entre historias, el chapuzón perfecto para lavarnos de encima los eventos ahora tan lejanos de la primera aventura y prepararnos el camino para la resolución de la gran batalla final.


Por supuesto que en el camino pasaron cosa. Y una de ellas fue puntualmente la minusvaloración de la ficción. Aquí jugó en su contra el mismo factor que paradójicamente estuvo a su favor al comienzo. El catálogo de las diferentes plataformas es cada día más abundante -aunque la calidad de lo que ofertan no es proporcional a ello-, por lo que no es extraño que, aunque pocas cosas hayan sido hechas con la misma calidad, la pequeña serie, con capítulos diseminados semanalmente por las compañías citadas al inicio de este texto, pasara casi desapercibida en el mainstream internacional. Al punto de que algunos creímos que la cancelación era una posibilidad. Afortunadamente nunca pasó. Habrá que estar agradecidos con Julie Gardner y compañía por el compromiso de terminar lo que empezaron con tal entereza.


El otro factor, ineludiblemente, era el del sector conservador. Para nadie es desconocido el peso que tuvieron las organizaciones parareligiosas norteamericanas para que la cinta de Chris Weitz fracasara en la taquilla y critica. Ni el impecable trabajo actoral de Nicole Kidman o el exquisito diseño de producción (Ruth Myers en el vestuario, la fotografía de Henry Braham y la música del mismísimo Alexandre Desplat) levantaron un proyecto con el que se ensañaron simple y sencillamente por miedo. Afortunadamente, en ese sentido, nuestra sociedad parece haber avanzado bastante. Pero la amenaza nunca dejó de esta presente. Después de todo, en esta versión el señalamiento acerca de las prácticas cuestionables y los claroscuros del catolicismo -aunque con otro nombre- están no solo presentes, sino que son potencialmente fustigadores a la tradición más arraigada de la historia de la humanidad.



Y así llegó, durante la madrugada del pasado 6 de diciembre, el antológico final que desde los adelantos ya prometía espectacularidad y fidelidad al texto original. Y cumplió.


Los últimos ocho episodios, inspirados en El Catalejo Lacado (2000), la última entrega literaria de la historia, alcanzan su punto máximo en las tres horas finales, que por sí mismas son alucinantes, pero no por eso los momentos iniciales son irrelevantes. Para nada. Desde el primer minuto la travesía, que continua desde el instante en que Will pierde a Lyra y a su padre al mismo tiempo, comienza con una resolución conseguida no sin descalabros y vincula sin erratas al televidente con estos mundos rotos ávidos de voluntades y destinos inciertos. La guerra es el marco principal y el desafío que representa la libertad el hilo conductor de todas las subtramas presentes: una madre que busca redención; un par de niños que exploran los limites de lo que se desdibuja en sus destinos; un hombre que debe luchar con enemigos dentro y fuera de sí; y eso solo hablando de la familia principal de la historia. En este punto las oscuridades del Magisterio y La Autoridad han sido reveladas, la búsqueda de la naturaleza de lo verídico en la existencia ha iniciado y la inquina con el cielo y sus irremediables consecuencias son un hecho. Y minuto a minuto la emoción va incrementando.


El primero punto por considerar es, sin lugar a duda, el trabajo hecho por la dupla de Keen y Wilson, el dúo protagónico, pero sobre todo el de la primera. La evolución histriónica de la niña que debutó internacionalmente con Logan -esa joya de James Mangold- es incuestionable. Lyra pasó de ser una niña caprichosa y traviesa que espía conversaciones y bebe en catacumbas a convertirse en una joven comprometida y valerosa, en cuyos hombros reposa el futuro del mundo libre y consciente. En todos los sentidos, la madurez del personaje se consiguió con soberana resolución. Y Amir Wilson no se queda muy atrás en el mismo proceso.


Quizá su caso fue la elección de reparto más cuestionable, pero con mérito ha conseguido convertirse en el Will correcto para esta versión. Y qué decir de Ruth Wilson y James McAvoy (Split, Shameless, X-Men) que se apoderan de la cámara en cada secuencia en la que figuran, aunque sea solo como elementos dentro de un conjunto. Ya lo dije antes: la contratación de Ruth Wilson ha sido, por mucho, la más acertada decisión de todas. Consigue aquí uno de sus personajes más complejos, desgarradores e hipnóticos. El resto del elenco hace lo propio, ya se señaló a Miranda, Kirby o a Scott en sus destacables apariciones, pero también hay que hacer mención especial en este tenor de Will Keen (The Crown), Ruta Gedmintas (The Tudors) y Kit Connor (Heartstopper), que, pese a la pobreza en el argumento que pueden llegar a tener sus personajes, sobresalen con éxito.



Audiovisualmente hablando, la tercera temporada es la menos trabajada, o cuando menos al compararla con la espectacularidad de los escenarios que en las anteriores entregas aparecieron. Pero esto tiene una explicación simple y contundente: no era necesario tanto. Fuera de la escena de la batalla contra La Montaña Nublada, que requería una espectacularidad miltoniana, los otros mundos visitados por los personajes son de una naturaleza introspectiva más que efectista. Quizá solo el mundo de los Mulefa, pero ni así queda deuda alguna. El principio también es claro: ya vimos hacia afuera, ahora el viaje es interno. La musicalización, por otro lado, ha sido un punto altísimo en esta producción. El trabajo de Lorn Balfe (Top Gun: Maverick, The Crown, Mission: Impossible-Fallout) es intimista y mágico, perfecto para esta conclusión -hay que escuchar "Until The Day I Die", "Every Year" y "To Be Close To You" de corrido, por favor.





Pero la nota más alta la tiene el trabajo de guion. Donde pudieron haberse limitado a calcar lo escrito por el británico en las postrimerías del siglo pasado, los escritores comandados por Jack Thorne (Enola Holmes, The Accident, Help) se enfocaron en rematar la serie con una identidad bien consolidada. Solo algunas pequeñas adecuaciones fueron hechas -y para bien, cabe señalar- en puntos en los que una actualización o el pulimento de algo demasiado complejo podía perfeccionarse. Pero el grueso de la historia está ahí. Y eso es lo que más agradecemos. El desafío de escribir sobre cuestionamientos de naturaleza religiosa, sobre humanismo y revolución, sobre libertad y feminismo no resulta sencillo para nadie en una época donde se exigen temáticas nuevas y al mismo tiempo se deslegitiman a la menor oportunidad, y aun así la prueba se superó con mérito. Han conseguido en esta última etapa rebasar la fantasía para volcar el argumento en asuntos de naturaleza más terrenal y mas profunda. Y en el último punto, han cerrado la aventura con una postal de romance fresco y esperanzador -y un tanto doloroso, de paso- digno de recordar.


Así, La Materia Oscura llega a su culminación consiguiendo mucho más de lo que en algún punto esperamos y cumpliendo, al mismo tiempo, con las expectativas que fue generando en el público que la siguió todos estos años. Los últimos minutos de la historia se entregaron con una solemnidad y una belleza simétrica a la de la palabra escrita. Al final, todo se resume en ellos y su amor que trasciende mundos y que parece estar dispuesto a enfrentarse a un obstáculo aun mayor que La Autoridad misma: el tiempo. Lyra y Will se despiden entre sollozos y promesas que abren un hueco en el corazón y que a la vez anticipan la consagración de la leyenda que han vivido, aunque sea solo en las mentes de quienes los conocen con cercanía. Son personajes antológicos de una historia que ha de convertirse en una de esas piezas raras de colección, rememorables y nostálgicas, y que se conservarán a posteriori como un ejemplo de cómo debe hacerse una adaptación en tiempos en donde eso es un oficio en evidente decadencia. Ojalá el tiempo la ponga en el lugar que le corresponde como una de las mejores en su tipo.




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