Antes de cerrar el año y a la espera de las nominaciones futuras sobre el género, hay que reflexionar acerca de todo lo que surge al reparar en los encuentros y desaciertos entre el estudio de animación favorito por definición y la poderosa tradición cinematográfica el último año.
La poderosa dupla conformada por Disney (dinero) y Pixar (todo lo demás) nunca deja de sorprender, para bien o para mal. Mientras uno observa los prolijos detalles y se pierde en las texturas y belleza de su más que bien lograda animación o en lo sentimental y profunda que suele ser su banda sonora, surgen ineludiblemente dudas sobre lo que se está viendo más allá de lo meramente bonito: ideas engañosas o, cuando menos, polivalentes y ambiguas; representaciones de la realidad maniqueistas y paradójicamente redentoras que parecen más una especie de apología autocomplaciente de ciertos comportamientos inadecuados pero justificables; o sutiles toques de malinterpretación, prejuicio o incluso rechazo a la otredad disfrazado de tolerancia. Ideas todas que, si bien no merman la calidad de manufactura, terminan haciendo ruido en la manera de apreciar la obra entera. Esta máquina perfectamente aceitada suele tanto impactarnos emocionalmente como conflictuarnos cuando reparamos en la complejidad de sus tramas. Pero cuando Disney se aventura a soltar la mano de Pixar, se puede distinguir la diferencia. Y aunque esto suene a una tarea demasiado especializada, ajena a uno como espectador, lo cierto es que, de una u otra manera, los discursos de sus filmes dejan remanencias en nosotros una vez que parece que la euforia del momento se va, las cuales exigen cuestionaros el por qué algunas historias funcionan y otras parecen estar desconectadas de la filmografía construida por décadas, ¿tiene que ver con las intenciones e ideas, propias de la agenda de una de las compañías o sus hacedores?, ¿o lo cierto es que ha llegado el punto en el que la lámpara debe dejar de iluminar al ratón por el bien de su quehacer cinematográfico?
De ahí la importancia de su reflexión.
Dos de las películas ofrecidas este año son un claro ejemplo de cómo por un lado hay un esfuerzo por soltar estas viejas amarras ideológicas y aventurarse en un nuevo hacer cinematográfico y por otro, sobre la razón por la que la repetición del quehacer tradicional, la fórmula mágica que impactó al mundo desde aquel lejano Toy Story (Lasster, 1995), representa un peligro ya no solo para ellos como productora, sino para la industria cinematográfica y para nosotros, sus fieles consumidores.
A mediados de año Luca (Casarosa, 2021) llegó al streaming y se convirtió rápidamente en una bocanada de aire fresco para el cine de animación que habían venido haciendo ambas productoras. La historia de dos amigos que van dando tumbos en una vespa destartalada por viejas y poéticas calles italianas o miran las estrellas, esas enormes y brillantes anchoas que flotan en el cielo, mientras piensan en lo maravillosa que es la vida juntos, fue abrazada por la crítica y el público. Nadie esperaba que un argumento tan descabellado y tan simple al mismo tiempo tuviera el impacto que tuvo - ¡vamos, ni siquiera llegó a las salas de cine! - en las personas que, con anhelo, miraron en ella una ventana al exterior de que han estado privadas en los últimos años. Hubo teorías, lecturas de todo tipo, y mucho, mucho buen comentario por todas partes.
¿Y dónde estuvo el acierto? Ahí la pregunta del millón.
Enrico Casarosa –el Luca de la vida real- y todo su equipo creativo trabajo desde casa cada detalle de la historia de forma meticulosa y sumamente personal, empapándola de guiños a sus gustos cinematográficos, memorias y anhelos de la infancia. El director ha dicho que su opera prima es un filme sobre la madurez y la amistad que refleja en gran parte su niñez. Una visión mágica y nostalgia que refiere a Fellini y la ensoñación del cine italiano clásico, a Morricone y su maravillosa historia musical –no pude evitar sonreír al volver al Cinema Paradiso (Tornatore, 1998) o a los gritos de Totó para llamar a su inseparable Alfredo- fortalecida con el Miyazaki de Porco Rosso (1992), la minuciosidad de la policromática e infantiloide mirada a la aventura de Anderson o incluso, según la perspectiva de muchos, del mismo sentimiento de felicidad intimista de Guadagnino en su aclamada Llámame por tu nombre (2017).
Así, el éxito en la confección de Portorosso, toda una postal italiana, o esas transmutaciones acuosas de humano a monstruo y viceversa hablando de su animación; la envolvente y fantástica banda sonora de Dan Romer (Beasts of the Southern Wild, 2012; Beasts of No Nation, 2015) en lo que a su musicalización respecta; y el estupendo trabajo actoral –en los dos idiomas en que la vi- no son una mera casualidad. Todos son aciertos, puntos a favor que, sumados al tan necesario argumento de esta historia sobre la necesidad de la amistad, de la aventura y del amor, en una época de distancias y diferencias, dan como resultado la mejor película de animación del año –y me atrevo a decir que de muchos atrás también.
Y esto último no debe dejarse de lado. No en una historia como esta. La honestidad de la trama no es imposible ni distante para nadie. Claro, hablamos de un monstruo marino que quiere salir al mundo y comérselo. Pero aquí la ficción, la fantasía, es solo un recurso del que dispone el guion para tocar un tema más profundo: la inclusión. El filme deja de lado la tolerancia simpática y displicente que muchas otras entregas de la casa han tenido y apela por la inmersión de ese otro, extraño y aparentemente mal interpretado como peligroso, en la vida común. No es difícil sentir empatía por Luca o sus amigos, porque todos hemos vivido de una u otra manera ese miedo al rechazo. La metáfora del monstruo aquí, de buena y natural manera se entiende como una realidad común. Y también se invita sin empujones ni sobrecogimientos sentimentalistas a enfrentarla. Luca invita al otro, porque lo reconoce en su maravillosa diferencia y en el camino rechaza el rechazo como hacía tiempo nadie lo había hecho en pantalla. Es tan generosa que no puede decirse a qué otredad se refiere: la del extranjero, la de la orientación sexual, la del extraño. Y ahí radica su verdadera genialidad y su valor.
Luego, a finales de noviembre llegó Encanto, la jugada individual de la casa del ratón. Y todo volvió a la peligrosa normalidad.
La gran apuesta de la temporada sin dudas pintaba para mejor –uno hasta puede suponer que por esta razón Disney se aventuró a realizarla en solitario-, pero terminó reduciéndose a solo formar parte del catálogo de animaciones de la compañía. Y la razón fue haber olvidado todo lo aprendido con Luca e, insoslayablemente, traer sobre los hombros el peso de otra inmensa y tradicionalísima película de la multipremiada mancuerna: Coco.
Y es que el primer descalabro con la historia de los Madrigal es su forzosa rivalidad con los Rivera, y esto desafortunadamente antecede a su propia existencia como película. Cuando uno piensa o ve o escucha algo sobre Encanto no puede evitar pensar en Coco (Unkrich & Molina, 2017). La exitosa cinta basada en la tradición mexicana del Día de Muertos sirve como base para Encanto, incluso si los mismos creadores de la segunda lo niegan. El trabajo de marketing, por ejemplo, que se ha hecho en ambas las pone en un mismo estatus -y si vendes dos cosas de la misma manera, las comparaciones son esperables ¿no? En esa suerte, la historia sobre la ida y vuelta de Miguel Rivera al otro mundo tiene más fuerza que la de Maribel Madrigal intentando proteger a su familia. ¿La razón? La aparentemente distancia y desconocimiento –o quizá solo falta de interés- del equipo creativo con respecto a la cultura colombiana, algo completamente diferente a lo sucedido en su momento con la que trataba la tradición del pueblo mexicano.
Allá por el 2017, el filme de Lee Unkrich (Toy Story 3, 2010; Monsters, Inc., 2001; Buscando a Nemo, 2003) y Adrián Molina (Un gran dinosaurio, 2015) rebosó de popularidad, sobre todo entre el público azteca, dada la profundidad con la que se apreció el trato sobre la tradición más importante de la identidad mexicana contemporánea. En ese sentido, mucho del éxito se debió también al tiempo tomado para conocer la cultura, las intrincadas y tragicómicas relaciones familiares y de pertenencia y la idiosincrasia espontanea de los mexicanos. Algo que bien pudo haber salido fatal, dada la carga de preconcepciones y conflictos de antaño entre los dos países, se tornó en una historia sensiblera, pero llegadora que trato con dignidad asuntos que para los nacionales resultan fundamentales. Labor que –no está de más mencionar- sí se llevó a cabo, por ejemplo, con Raya y el ultimo dragón (Hall & López Estrada, 2021), película de Walt Disney Animation Studios de la que aparentemente nadie habló.
Esto no sucede con su homenaje a Colombia nunca. Cuando uno comienza a ver el filme de Byron Howard (Zootopia, 2015; Enredados, 2010) y compañía, espera encontrar algo que le haga sentir que en verdad está llegando a un lugar nuevo y desconocido, del que solo sabe de oídas. Pero pareciera que lo único que hicieron para contextualizar la trama más contada del mundo (el héroe/paria que hace un viaje de autodescubrimiento para salvar el día y descubrir su valor) fue buscar en google el nombre del país y tomar lo primero que encontraron: Gabriel García Márquez. Y con esto no hay intención de demeritar el trabajo y la importancia del Gabo. Para nada. Pero hay que reconocer que, si bien el escritor es una de las más importantes aportaciones del país cafetalero al mundo, está lejos de ser la única. Y esto fue lo que nunca entendieron los creadores del filme.
El realismo mágico es la piedra angular de la explicación que el argumento de la película le da a toda la nación colombiana, su gente, cultura y tradiciones. Y ese es un error garrafal, porque resulta reduccionista y artificial. Mientras que en Coco se tomaba la festividad como un puente para llegar a algo más profundo: la familia; en Encanto la familia, la cultura, todo es un trampolín para llegar a la exotización, acá disfrazada de fantasía. Mientras en las salas mexicanas las personas lagrimeaban en esa desgarradora escena entre Miguel y su abuela, el público colombiano ponía los ojos en blanco al no poder hacer crecer flores con movimientos de mano o al saberse sin la posibilidad de hablar con los animales. La cultura colombiana es homogeneizada por una idea que los delimita y la convierte en una curiosidad, una especie de fetiche, de fantasía latinoamericana.
En este punto, ni todo el ejército de producción, los artistas colaboradores –Lin Manuel Miranda, ni más ni menos- o el arte de la difusión mediática tan bien trabajado por la compañía ha podido rescatar la obra. Está de más intentar explicarlo de otra forma. La trama es interesante –con paralelismos reconocibles en la historia de otra gran familia colombiana de apellido Buendía- y tiene todo lo reconocible en otros filmes que ensoberbecen el concepto de unión familiar, la autodeterminación y reivindicación del bulleado y demás puntos recurrentes de estas películas, pero se distancia de su referente de inspiración porque no le permite reconocerse en ella, ni siquiera lo intenta, sino que lo fuerza, fiel a la tradición de contar la historia del otro desde la mirada del que tiene la posición hegemónica, a entenderse de esta manera exótica y fetichista, para nada inocente. Razón por la que su destino es, sin más, el olvido.
Y ese es el abismo que separa ambas cintas. Y es también lo que permite plantearse la situación actual del cine Disney-Pixar hoy, tanto en sus colaboraciones como en sus trabajos individuales. Por un lado, producciones pequeñas y de las que no se espera mucho se atreven quizá sin la atadura o constante presión dada la expectativa de los directivos- a contar historias novedosas y contemporáneas al público que termina acogiéndolas hasta llevarlas al éxito, pues se encuentran en ellas y no por ellas; mientras los grandes favoritos terminan decepcionados por la imposibilidad de dejar atrás costumbres conformistas y peligrosas que deberían ser replanteadas o dejadas de lado. En esta especie de unión forjada a la fuerza (hay que recordar las discordancias que provocaron el origen de Pixar a mediados de los años ochenta), es evidente que una le debe más a la otra y que la otra puede llegar a ser tóxica para la una.
Porque donde Luca termina siendo una obra maestra de antología, Encanto fracasa rotundamente, dejando claro que, aunque al final y pese a todo, hay una buena intención en su hechura, en una sociedad como la nuestra, con un espectador más educado y el cuestionamiento popularizándose cada día más como una práctica constante, no se puede seguir viviendo de buenas intenciones.
Comments